jueves, 29 de septiembre de 2016

lunes, 26 de septiembre de 2016

Vodevil griego. Marco Denevi.

Homero, melindroso, apenas si lo da a entender. Otros poetas lo admiten sin tapujos. Y bien: Aquiles y Patroclo eran amantes. Ecmágoras nos ha revelado cómo comenzó esta historia.
Obligado a casarse con su prima segunda, la princesa Ifigenia, pero prendado de la esclava Polixena, Aquiles recurrió a una artimaña. Hizo que Polixena durmiese en un cuarto contiguo a la alcoba matrimonial y todas las noches, antes de acostarse con Ifigenia, se acostaba con la esclava. Al borde de alcanzar el deleite se levantaba, corría al lecho de Ifigenia y en un santiamén cumplía con sus deberes conyugales.
Ignorante del ardid, Ifigenia estaban encantada con aquel marido que aparecía en el dormitorio ya provisto de tanto ardor que a ella no le daba tiempo para nada. Pero al cabo de unos cuantos días, o más bien de unas cuantas noches, se hartó de ese apuro que a ella le dejaba en ayunas de la voluptuosidad, y empezó a lloriquear y a regañar a Aquiles.
Polixena, por su parte, también lloraba y se quejaba porque Aquiles la abandonaba justo en los umbrales del placer. Hastiado de que las dos mujeres le hiciesen escenas, Aquiles pidió la colaboración de su íntimo amigo Patroclo. Entre ambos tramaron un plan y desde entonces las cosas mejoraron mucho para todos. En la oscuridad, mientras Aquiles se regocijaba con Polixena, Patroclo entretenía a Ifigenia. En el momento exacto, y para evitar que Ifigenia tuviese una prole bastarda, Aquiles y Patroclo canjeaban sus respectivas ubicaciones. La falta de luz permitía que ese constante ir y venir no fuese advertido por las dos mujeres, quienes durante el día andaban de muy buen humor. Pero todas las noches Aquiles y Patroclo se cruzaban desnudos y excitados en el vano de la puerta entre ambas habitaciones.
Una noche tropezaron, otra noche fue un manotazo en broma, otra noche fue una caricia, otra noche fue un beso al pasar, y un día Aquiles y Patroclo anunciaron que se iban a la guerra de Troya.
Lo demás es harto sabido.

Foto de la escultura "Aquile y Patroclo" réplica, de autor anónimo, de la Escuela de Pérgamo (240 AC-230 AC).

El jardín de las delicias. Mitos eróticos. Marco Denevi, 1992.

domingo, 25 de septiembre de 2016

Falta de amor. Víctor Lorenzo.

La primera nota que me escribiste, la que deslizaste con disimulo dentro del bolsillo de mi abrigo, fue la que produjo el chispazo. Yámame, rezaban unas letras anónimas, escritas con carmín y prisa debajo de un número de teléfono. Te llamé, claro está, no pude resistirme, y al poco ya vivíamos juntos. Desde entonces, lo primero que hago cada mañana al despertar es buscar el mensaje garabateado en un papel que sueles dejarme, apoyado en la cafetera, antes de marcharte a trabajar. Me estremecen tus confusiones sinuosas de bes y uves. Me excitan tus acentos inventados, que se clavan, placenteros, en mis ojos. Me pierden las haches intercaladas a tu antojo, entrometidas, y me encienden las olvidadas, que dejan desnudas las palabras, indefensas. Por eso, cuando no encuentro tus buenos días repletos de errores, revuelvo el piso en busca de cualquier cosa que hayas escrito, en la lista de la compra, en la agenda de teléfonos, en el calendario que cuelga de la cocina o en un papel de tu billetera. Más que lo que me dices, me encanta cómo te equivocas, aunque jamás te lo he confesado. De todos modos, supongo que ya te habrás dado cuenta porque la nota que dejaste esta mañana, mucho más larga que de costumbre, estaba correctamente escrita. Decía que te marchas para siempre y sólo tenía una falta de ortografía. En mi nombre.

Pervertidos. Catálogo de parafilias ilustradas. VVAA, 2012. 

sábado, 24 de septiembre de 2016

Viajeros sin equipaje. Araceli Esteves.

El hombre parece inquieto, la mujer que lo acompaña acuna a un bebé envuelto en una manta. Verlos en el andén sin equipaje, ni siquiera un bolso de mano, resulta turbador. Se oye el pitido del tren que se aproxima a la estación y la mujer avanza hacia las vías con pasos lentos pero decididos. El aire se congela mientras ella se asoma sobre las vías como si buscara el mejor lugar para lo que ya se intuye inevitable. El bebé rompe el silencio con un llanto premonitorio. El silbido se intensifica y adopta una intermitencia familiar. Me aparta bruscamente de la escena y me lleva en vuelo fulminante al bip bip del teléfono móvil, que siempre suena puntual cuando estoy intentando tener una pesadilla. 

 

jueves, 22 de septiembre de 2016

Amor I y Amor II. Raúl Brasca.

Amor I.
A ella le gusta el amor. A mí, no. A mí me gusta ella, incluido, claro está, su gusto por el amor. Yo no le doy amor. Le doy pasión envuelta en palabras, muchas palabras. Ella se engaña, cree que es amor y le gusta; ama al impostor que hay en mí. Yo no la amo y no me engaño con apariencias, no la amo a ella. Lo nuestro es algo muy corriente: dos que perseveran juntos por obra de un sentimiento equívoco y otro equivocado. Somos felices.


Amor II.
Pretende que estoy enamorada del amor y que a él sólo le interesa el sexo. Dejo que lo crea. Cuando su cuerpo me estremece, lo atribuye a sus muchas palabras. Cuando mi cuerpo lo estremece lo atribuye a su propio ardor.
Pero me ama y no lo saco de su engaño porque lo amo. Sé muy bien que seremos felices lo que dure su fe en que no nos amamos.


 Todo tiempo futuro fue peor. Raúl Brasca, 2004.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Rutinas. Mario Benedetti.

A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por la noche. De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena, era casi una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina.
Un amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento, y su hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado.
¿Qué fue eso?”, preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: “Fue una bomba”. “¡Qué suerte!”, dijo el niño. “Yo creí que era un trueno”. 

 

martes, 20 de septiembre de 2016

Hombre de la esquina rosada. Jorge Luis Borges.

A Enrique Amorim
A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche,
pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí, a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ese nombre, pero Rosendo Juárez el
Pegador era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo era uno de los hombres de D. Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de
plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos
hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, déle
guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá
juera un corso. Ese jué el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende temprano en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que
usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban musicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba
como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arrimaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano.
Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le juí encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros — puro italianaje mirón— se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jué ver ese planazo y jué venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivasos.
Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ese viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbado, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejó la cara con el antebrazo y dijo estas cosas: —Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta
del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y
tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para entrar a tallar si el juego no era limpio.
¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero?
Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzó lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse.
Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jué a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio
con estas palabras:
—Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frío.
—De asco no te carneo —dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
—Déjalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga, y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba
muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y gritó:
—¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!
Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Di unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y juí orillando la paré hasta salir.
Linda la noche, ¿para quién? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir
que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jué casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
—Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo —me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida —cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos— y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo. ¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche.
Había de estrellas como para marearse mirándolas, unas encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche
se había podido aviar el hombre alto. Para ésa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestro había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero sí recelo y decencia. La música parecía dormilona, las mujeres que
tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
—Entrá, m'hija —y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
—¡Abrí te digo, abrí guacha arrastrada, abrí, perra! —Se abrió en eso la puerta  tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
—La está mandando un ánima —dijo el Inglés.
—Un muerto, amigo —dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho.
Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dio unos pasos mareados —alto, sin ver— y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron
de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecía un lengue punzó que antes no lo oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos
colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no
sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Quién le iba a creer?
El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio la vuelta redonda y volvió a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo.
Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
—Para morir no se precisa más que estar vivo —dijo una del montón, y otra, pensativa también:
—Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose una cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después:
—Lo mató la mujer.
Uno le gritó en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Qué pulso ni qué corazón va a tener para clavar una puñalada?
Añadí, medio desganado de guapo:
—¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí pasó después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuanto centavos y cuanta zoncera tenía, lo alijeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no sé si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los
alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucesita, que se apagó en seguida. De juro que me apuré a llegar, cuando me di cuenta.
Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.

Historia Universal de la Infamia. Jorge Luis Borges, 1954.


lunes, 19 de septiembre de 2016

Preguntario. ¿Cómo se pasa al otro lado del espejo? Jairo Aníbal Niño.

Para pasar al otro lado del espejo, se necesita del valor temerario de un niño de siete años, de su facultad para convertir el azul en quetzal y la nube en garza. Él sabe que tiene que ascender por la vertiente más peligrosa del espejo, trepar cuidadosamente para no tropezar con el brillo, afianzar con firmeza el pie para evitar hundirse en la garganta de los reflejos, y eludir el encuentro cegador con los ojos de su doble. Entonces llegará a la cúspide y pasará al resplandor del otro lado, descendiendo por la parte oscura de la luna.

 

domingo, 18 de septiembre de 2016

La cita. Pedro Herrero Amorós.

De haber sabido lo que ocurriría después, ella habría ido a la peluquería y también se habría comprado un vestido atrevido para estrenarlo ayer, antes de precipitarse en el vacío desde el piso ciento tres del enorme rascacielos, cuando trataba de alcanzar un papel que el viento levantó de su mesa de trabajo y empujó hacia el exterior. Ya en el aire, todo hacía presagiar un porrazo incontestable pero, a la altura del piso cuarenta y dos, su cuerpo cayó en brazos de un joven providencial, de aspecto agradable y musculoso, que vestía un traje ajustado de lycra azul y rojo y una capa de conjunto, muy elegante, que se alzaba tanto como su bello tupé de color negro. A partir de ahí, el ascenso fue un paseo delicioso hasta llegar a la calle, donde aquel galán se despidió cortésmente y partió de regreso a las alturas, no sin antes decir que sí, que hoy podrían volver a verse en el mismo lugar y a la misma hora. Y hoy estrena ella un nuevo vestido, elegido a conciencia, y se arregla con esmero para acudir a la cita con su misterioso salvador. Y a la hora convenida se lanza sin temor por la ventana de su estudio y aprovecha la caída en picado por la fachada del inmueble para dar los últimos toques al maquillaje. Pero esta vez nadie le espera frente a la planta cuarenta y dos. Y al llegar a la catorce, convencida del plantón, se ve obligada a admitir que, si ya es duro bajar de una nube y tocar de pies en el suelo, más duro será tener que hacerlo de cabeza.

 

sábado, 17 de septiembre de 2016

Peinados para la muerte. Isabel González. Microlocas.

Recogido para la horca, pelucón para la guillotina, desfilado para la cruz. Para la hoguera, cardado; para el gas, volumen; permanente en la electrocución. Si te lapidan, algo sin complicaciones; si te fusilan, flequillo con movimiento. Recuerda: inmersión con efecto mojado. Recuerda: veneno con mechas de color azul. Si asfixia, trenzas; si desmembramiento, corte asimétrico. Si vienes tú, descabellada.

Pelos. Microlocas, 2016.
 

jueves, 15 de septiembre de 2016

El insomnio. Virgilio Piñera.

El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda en las sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que en seguida tome una taza de tilo y apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre esta muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente. 

 

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Instrucciones para llorar. Julio Cortázar.

Instrucciones para llorar. Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.



martes, 13 de septiembre de 2016

Un lugar llamado Chaián. Luisa Castro.

Manolo me llamó para decirme que me esperaba allí.

—¿Challán, como el cantante? 

—Sí, pero no es un restaurante, es un merendero o algo así. Estarán también Pepe y Pili. Está en el río, en el Tambre.

Manolo, con su mercedes antiguo comprado por 6oo euros. Tenía ganas de verlo. Y a los demás, los amigos de la facultad. Hacía al menos diez años que no sabía nada de ellos. No me costó llegar. Conduje desde el aeropuerto después de dejar a mis hijos, atravesé el polígono industrial en las afueras de Santiago y una vez allí me encaucé por la carretera que bordeaba el río hasta que vi el letrero: Chaián con i latina.

Qué sitio tan raro. Un lugar escondido bajo la carretera, un remanso arbolado junto al río. No había muchos coches, tres o cuatro familias dispuestas a pasar una tarde tranquila ocupaban las mesas y los bancos de madera. Pescadores y cazadores, aficionados del lugar acabando de comer o echándose una siesta. Ni siquiera me fijé en sus caras. Estaba segura de que mis pies me llevarían sin error hacia el grupo que yo buscaba, y enseguida vi entre las mesas a Manolo, y luego a los demás compañeros de la facultad: Pepe, Pilar, Alberto, y otros a quienes conocía menos. A todos ellos la vida les había unido y ahora formaban un grupo de amigos con sus hijos entorno, seis o siete pequeños de entre tres y ocho años, y una bebé de cinco meses dentro de su cochecito. Faltaba Lola. Hacía muchos años que Lola ya no estaba con nosotros.

A partir de una edad uno empieza a mirar con complacencia a su alrededor. La vida, como el río, se remansa en un espacio de turbulenta quietud. Decides detenerte, contemplar el río sin siquiera meterte, esas aguas tranquilas y oscuras donde chapotean los niños. Y miras atrás y piensas qué hubiera sido si nunca te hubieras separado de ellos, si en ese flujo de la corriente te hubieras aferrado al tronco matriz, muchas tardes en Chaián, tus niños amigos de estos niños, y Manolo mismo ¿no hubiera sido un buen marido? En este sitio donde las horas pasan sin darte cuenta, con nuestro vino y nuestras empanadas. Pero la corriente te llevó, y la misma corriente trajo a otros a tu lugar: Manolo, diez años en Oxford. Bogart, alemán y portugués. Enric, un catalán casado aquí. ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué parece que el tiempo no ha pasado y podemos hablar como si nos comprendiéramos?

La misma alegría que después de un examen. Aún no sabemos el resultado pero nos hemos presentado, no somos unos desertores, seguimos presentándonos a cada convocatoria, a cada humillación. Eso somos, hojas arremolinadas en el remanso del río después de la primera embestida de la corriente, después del primer extravío y la zambullida primera en la corriente. Pero aquí en Chaián todo es paz. Una paz apenas alterada por las pistolas de agua de los niños. Eres de las que no te mojas, te parapetas al lado del cochecito del bebé, te ríes mientras los ves jugar. Pepe y Manolo con dos pistolones de agua simulando una guerra que rompe por un momento la sensación de quietud del sitio, y el calor asfixiante, un calor que ni siquiera desaparece bajo las sombras de los árboles, un calor espantoso en este junio extraño, la canícula de “El Jarama”, a eso te recuerda, también de aquella canícula y de aquel calor nos habíamos examinado.

Junto a nosotros, en la mesa vecina, beben y nos miran un grupo de hombres sin mujeres ni niños. Es posible que también ellos, bebedores gregarios, sientan esta soledad del remanso de la corriente: pantalones cortos, cabezas rapadas, viejos y jóvenes pero con pinta homogénea, de manada.

Algunos van a bañarse al río. Otros nos quedamos.

—¿Y qué hacen esos aquí? —pregunta Manolo. 

—Qué van a hacer, lo mismo que tú —contesta Pilar—. Vienen a bañarse al río. Nada más. 
—Llevan dos horas bebiendo en la barra del kiosko que hay a la entrada —les digo—. Los vi al llegar, no son de fuera, me parecieron de aquí. 
—Son hooligans —dice Manolo, con su cara seria de uno de Touro que vuelve de Oxford. 
—Son cazadores —dice Alberto—, seguramente son una peña de cazadores. Hay muchos por aquí. 
—Tú no has visto a un cazador en tu vida —contesta Pepe, que es de Riotorto. 
—Estos son de una empresa —dice Pili que es de Ferrol—, de cualquier empresa del Polígono. Acaban de trabajar y vienen a cocerse aquí. 
—¿Y estáis seguros de que este río sirve para bañarse? ¿Lo tienen limpio? —me digo.
 

Los niños y las madres se bañan en las aguas quietas y oscuras del Tambre. Nuestros vecinos hooligans pasan de la modorra inicial a una alegría de adolescentes ebrios. De las cervezas al whisky. De la calma a la excitación. Uno de ellos trae un radiocassete y pone a todo volumen una canción que se repite machaconamente.

—Estos son sólo unos horteras. De cualquier sitio pero unos horteras. 

—Es de la Pantoja —dice Manolo con cara de incrédulo—, esa canción es de la Pantoja.

La canción se enreda en un estribillo repetitivo que ya empieza a metérsenos en los oídos:

—“Ereees fueeego que me queeema, me encieeende las venas...”

Al grupo de seis o siete hombres se suman algunos más, todos con las mismas pintas, y empiezan a bailar entre sí.

—¡Sí que es la Pantoja! —se ríe Pilar. 

—Pues maldita la gracia que me hace estar escuchando a la Pantoja en este sitio —dice Bogart—, ¿es que no se dan cuenta de que están en un lugar público? 
—“Ereees fueeego que me queeema...” 
—Para eso sirven los lugares públicos —digo—. Para eso se viene a Chaián. 
—Nunca había estado aquí, la verdad.
 

En las mesas vecinas las otras familias siguen comiendo, jugando a las cartas, leyendo. La voz del radiocassete se eleva por momentos. Nuestros vecinos hooligans son los amos del bosque.

—Se ve que conocen este lugar —dice Pepe—. Están como en su casa. Más bien somos nosotros los que empezamos a molestar. ¿No te da esa impresión? 

—De perdidos al río —dice Pilar, y se pone a bailar. 
—“Eeerees fueeego que me queeemaa...”

También baila Elisa, la madre del bebé de cinco meses. Y los niños, con sus toallas, se ríen y se mueven al son de la Pantoja.

—Mira, mira —dice Pepe—: están como cabras, acaban de colgar una revista pornográfica en el árbol.

A pocos metros de nosotros, en la rama de al lado, ondea como bandera a todo color una revista abierta por la mitad con el sexo y el pecho de una mujer a doble plana.

—Menudos guarros —dice Elisa—, esta no es gente de aquí.

María, en bikini, va y viene bailando y sirviéndonos vino a todos los de la mesa. Es la única que no se ha engordado en todos estos años.

—María, ponte el pantalón —dice Juan, y empieza a ponerse nervioso—, ponte el pantalón o vámonos de aquí. 

—No seas exagerado —replica María—, no se meten con nadie, sólo se están divirtiendo. 
—¡Vivan las tetas! —oímos que grita un tío del grupo.

Otro, con un hacha en la mano, se sube al árbol que nos da sombra y empieza a astillar una rama como un mono. Las madres recogen a sus niños en los brazos.

—¿Para qué traen un hacha? —pregunto——. ¿No les basta con apedrearnos con la Pantoja? No sé por qué hay que aguantar todo esto, yo creo que tendríamos que irnos de aquí. 

—“Eeeereees fueeego que me queeemaaa...” 
—Podríamos irnos, sí —dice Manolo, cada vez más serio. 
—Hay que pararlos —dice Bogart—; esa rama se nos va a caer encima. Ese tío está loco. 
—Déjalo —digo—, ya se baja, sólo están borrachos, sólo quieren llamar la atención. Mejor, vámonos. 
—Que se vayan ellos. 
—Ya se van, ya se van.

De repente, los hooligans desaparecen de nuestro lado, sólo se oye la música, discutimos si irnos o no cuando de pronto, en el fondo del merendero, junto al kiosko empezamos a ver volar sillas. Hay a lo lejos un gran estrépito de gritos de hombres. Aterradores.

—¡Se están peleando —oigo a Manolo—, están sacando cuchillos!

Empezamos a recoger pero no nos da tiempo.

—¡Los niños, coged a los niños! ¡Vienen hacia aquí!

Los gritos de María, Elisa y Pilar invaden el bosque. Nuestra mesa se queda vacía. Me falta el bolso, no veo a mis amigos, los niños y sus madres han huido hacia el fondo del bosque, no veo a Manolo.

—¡No corráis! —grito—. ¡Por favor, no corráis! ¡Van a machacaros si corréis!

En menos de un segundo se nos echa encima la avalancha de hombres enfurecidos corriendo bosque abajo hacia nosotros, con palos de hierro, hachas y cuchillos, con la cabeza abierta y la sangre manando de sus frentes rapadas. Vuelan botellas contra los árboles, contra los niños. 

—¡A por ellos! —oigo—. ¡A por estas malditas familias, hijos de puta, que ya no se puede venir al río, que todo esta lleno de putos niños!
 

Ahora no puedo saber. Hay peleas a mi alrededor, estoy sola, quiero irme de ahí, me han llevado el bolso, las llaves del coche están en el bolso, no, espera, no nos podemos ir, falta un niño, falta el niño de María, quiero irme, Manolo, ayúdame a irme ¿dónde estás? ¿Dónde están los niños? Pilar tiene un ataque de nervios, María ha perdido a su hijo, está en shock, vámonos de aquí, no, no, espera, vámonos por favor, vámonos con esa familia, ellos también se van, pero allí están los cabrones, están esperándonos a la salida. Manolo encuentra al niño, aquí está, coge en sus brazos al niño de María, me coge de la mano, me tiembla todo el cuerpo, pienso en mis hijos que por suerte no han venido conmigo y pienso que tengo que salvarme por ellos, que no me puedo morir ahora, que no me pueden matar estos cabrones. ¿Y el niño de María, tienes al niño? 

Ahora vámonos, por favor, qué hacéis aquí gimiendo y lamentándoos, esa gente no va a parar hasta que maten a alguien, han venido a robarnos y a matarnos, han venido a eso y no van a parar. Antes, que no hacían nada, queríais iros y ahora que ya han empezado os queréis quedar. ¿Qué os pasa? 
—Han llamado a la policía. Tranquila, tenemos que esperar. 
—¿Esperar a qué? ¿A qué nos maten?
 

Estamos ahí como conejos esperando a que nos maten, la manada de hombres sangrientos no tiene miedo a la policía, no se van..., nos están acorralando, si nos quedamos nos matarán. Quedarnos es una provocación. Huir también. Retirémonos sin correr pero retirémonos. Si nos matan nos van a matar igual pero yo no quiero dejarme matar, quiero irme, quiero irme de aquí.
 

No sé cómo hemos llegado hasta el coche. Estoy dentro del mercedes viejo de Manolo, del que compró por seiscientos euros, con un niño que no es mío y un marido que no es mío. No sabemos nada de nuestros amigos, pero tenemos que huir, ponemos en marcha el coche, cerramos las puertas con llave. Detrás de los cristales los cabezas rapadas nos miran amenazantes, con las frentes llenas de sangre, con barras de hierro en las manos, con estacas y cuchillos caminando a cámara lenta por detrás de los cristales. Parecen bueyes tranquilos, parecen animales sedados, como si alguien les hubiera inyectado una droga, como si hubieran matado a alguien. ¿Han matado a alguien, Manolo, han matado a alguien?

domingo, 11 de septiembre de 2016

Gone with the rain. Alexis Ravelo.

Era la mujer más dulce del mundo. Nunca imaginé que, precisamente por eso, nuestra relación no sobreviviría al otoño. Cuando comenzó a llover y le pedí que nos quedásemos en el parque, me miró completamente aterrorizada, intentando correr a guarecerse.
-Da igual que nos mojemos. No estamos hechos de azúcar –insistí, aferrando su mano.
-Tú no –acertó a decir antes de que el aguacero se la llevara de mi lado para siempre. 



sábado, 10 de septiembre de 2016

Ménage à trois. Luis Buñuel.

Por mucho que lo intenté no pude ver el rostro del chófer, algo así como un cosaco que conducía nuestro auto. Junto a mí viajaba una mujer enlutada de una distinción de diosa, de una palidez de alba. No la conocía. Pero sentía despertarse mi piel empapada de lujuria. Atravesábamos un paisaje sin cielo, sin cielo hasta perderse de vista. La tierra se hallaba cubierta de flores negras que exhalaban un penetrante aroma a alcoba de mujer. 
Mi desconocida mandó detener al chófer junto a un gran lago repleto, un lagrimal repleto de angustia. «Éste es —me dijo— el lagrimal repleto lago de angustia». No le hice caso, ocupado como me hallaba ahora en besarle el pecho entre los senos que ella ocultaba con las manos, llorando sin consuelo, sin fuerzas casi para defenderse de mi lascivia. 
Hasta nosotros llegó el chófer con la gorra en la mano no sé a qué. Creí reconocer su rostro y ya no me cupo duda sobre su personalidad cuando con una sonrisa exclamó: «Lago, amigo mío». Loco de contento repuse: «Eres tú, mío lago amigo viejo lagrimal». Con qué alborozo nos acogimos, abrazándonos con una alegría de resurrección de los muertos. 
Junto a nosotros acababa de detenerse un entierro. Amortajada en el ataúd yacía la dama desconocida de momentos antes. ¡Pálida flor de carne sin saber cantar! Aún resbalaba por su mejilla la última lágrima detenida milagrosamente en el pómulo como un pájaro en la rama. 
Mi amigo se precipitó a ella y la besó frenéticamente en los labios, en los labios que de lívidos fueron insensiblemente transformándose en verdes, luego en rojos, luego en fuego, luego en infierno. 
Comencé a sentir un odio mortal por el chófer que ya no era mi amigo. Comencé a sentir una repugnancia sin límites por aquel gusto de limón en llamas que debían dejar en sus labios los labios insepultos de la desconocida.

jueves, 8 de septiembre de 2016

La cosa. Juan José Millás.

De pequeño tuve una caja de zapatos que llegó a ser mi juguete preferido, entre otras cosas porque no tenía otro. Pero envejeció más deprisa que los zapatos que había llevado dentro, de manera que a mi caja se le cayó un día la primera a y se quedó en una cja, que así, a primera vista, parece un juguete yugoslavo. Busqué entre las herramientas de mi padre una a de repuesto, pero no había ninguna y tuve que sustituirla por una o. De este modo, sin transición, tuve que olvidar la caja para hacerme cargo de una coja, lo que es tan duro como pasar directamente de la niñez a los asuntos. Jugué mucho con aquella coja, todavía la recuerdo, pero se fue haciendo mayor también y un día se le cayó la jota. Hay quien piensa que las vocales se estropean antes que las consonantes, pero yo creo que vienen a durar más o menos lo mismo. El caso es que tampoco encontré entre los tornillos de mi padre una jota en buen uso, así que la sustituí por una pe que estaba prácticamente sin estrenar. La coloqué en el lugar de la jota y me salió una copa estupenda, con la que he bebido de todo hasta ayer mismo, que se me cayó al suelo y se rompió. A decir verdad, se rompió justamente por la pe, y como es muy antigua no he encontrado en ninguna ferretería una igual. Ayer fui a casa de mis padres, y después de mucho rebuscar en el trastero di con una ese que no desentona con el conjunto. O sea, que ahora tengo una cosa, pero no sé qué hacer con ella. La caja, la coja y la copa eran muy útiles para guardar secretos, jugar o emborracharse. Pero la cosa me da miedo; además, la escondí en el bolsillo interior de la chaqueta, de manera que desde ayer tengo una cosa aquí, en el pecho, que me llena de angustia. Lo peor de todo es que, como no sé qué es, tampoco sé cómo se rompe. Qué vida, ¿no?

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Otredad. Ricardo Robles.

Paseo por la calle y me doy cuenta de que me he quedado en casa. Por lo cual, regreso a por mí mismo. Al cruzar la calle, por poco y me arrolla un auto. Caray, qué hubiera pasado si me alcanza a pegar, seguramente no hubiera podido regresar a por mí mismo y estaría muerto. Cuando me veo llegar, respiro aliviado.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Todo tan secreto. Carlos Castán.

En todos los entierros hay un desconocido, alguien de aire grave en quien nadie se fija demasiado, que no es de la familia y permanece todo el tiempo con las manos atrás. Siempre me había preguntado por estos seres, de dónde salían, cuál sería su vida. En los viejos álbumes de fotos de la casa de Ágata los encontré a todos retratados, uno por uno, adheridos a aquellas páginas negras. Muchas veces iba a verla. Yo era joven, ella no. Y además estaba enferma, pero su pelo olía siempre a pétalos morados y la casa entera tenía el perfume de los libros salvados de un incendio. Todo ese verano fue mi oasis de sombra. Nos acostábamos en una alcoba oscura y luego ella preparaba café. Me gustaba ir allí, era todo tan secreto... Por las ventanas, a través de una maraña de ramas muertas, podía divisarse toda una posguerra detenida. Apenas hablaba, Ágata. Me enseñaba tesoros que escondía en los cajones de sus mil armarios: óleos diminutos, soldados de oro, azucareros chinos, pero sobre todo aquellas fotografías de desconocidos. 
Era todo tan secreto que cuando murió nadie pudo decirme nada, y una tarde en que fui a verla a principios del otoño me encontré en el patio de la casa con una mesita de faldas negras llena de condolencias y tarjetas de visita con una esquina doblada. Me esforcé en sentir dolor, pero la sorpresa y el deseo reventado como un globo pesaban de momento mucho más. 
Tras dudar un poco, decidí subir al velatorio. Quise ser el desconocido de turno en ese entierro, quizá porque estuve seguro de repente que, de ese modo, por un extraño mecanismo que nunca perseguí entender, mi imagen pasaría a formar parte de aquellos álbumes oscuros en la estantería de la sala, como una mariposa muerta. Y mi alma entonces, o algo parecido, se quedaría a descansar para siempre cerca de la alcoba, en aquella penumbra fresca con olor a agua de rosas. 
A veces notaba cómo alguno de los familiares de Ágata me miraba de reojo, pero nadie se decidió a hacerme preguntas, de manera que toda la tarde pude permanecer allí, como un centinela que guarda los restos de un general acribillado, con aire grave, los ojos llorosos, las manos atrás.

domingo, 4 de septiembre de 2016

El guarda del cementerio. Jean Ray.

¿La razón por la cual me convertí en guarda del cementerio de Saint-Guitton, señor juez de instrucción?… ¡Dios mío! Hela aquí: el hambre y el frío.
“Imagínese alguien, vestido con un traje de verano, que hubiera cubierto los sesenta kilómetros que separan dos ciudades: la que le negó todo trabajo y ayuda y la que era su última esperanza. Imagínese a ese ser, alimentado de zanahorias heladas, que sabían a demonios, y de manzanas reinetas, agrias y duras, olvidadas sobre la hierba de un huerto desierto; imagínele empapado por una lluvia de octubre, encorvado bajo las ráfagas de aire que venían del Norte, y tendrá usted ante sus ojos el hombre que yo era cuando llegué a las afueras de su siniestra ciudad.
“Entré en la primera casa, que es una posada con la muestra de Les Deux Pluviers, donde el dueño, caritativo, me reconfortó con café caliente, pan y un arenque salado, y donde, al relato de mi desgracia, este honrado individuo me hizo saber que uno de los guardas del cementerio se Saint-Guitton acababa de marcharse y que se buscaba a alguien que le sustituyese.
“¿Por qué iban a causarme miedo los muertos? ¡Me habían hecho sufrir tanto los vivos!… ¿Podrían ser los muertos más malvados?
“¿Le ocultaré mi alegría por haber sido bien acogido inmediatamente por los dos guardas restantes, que parecían tener plenos poderes sobre el cementerio y los asuntos que se relacionaban con él?
“No porque recibí en seguida vestidos secos yo comida. ¡Ah, pero qué comida! Anchas lonchas de carne, pasteles brillantes de miel, frituras tan abundantes como doradas.
“Ahora le diré algunas palabras sobre el cementerio de Saint-Guitton. Es un inmenso campo de reposo donde no se entierra ya a nadie desde hace veinte años. Las losas de las sepulturas están destrozadas, y sus inscripciones han sido roídas por las lluvias y los líquenes. Algunos monumentos funerarios están en ruina. Otros están hundidos parcialmente en la tierra y de ellos no emergen más que algunos centímetros de piedra gris. Una especie de maleza descolorida ha invadido las avenidas los senderos, y los céspedes son como junglas.
“El municipio, que es pobre y envía hora a sus muertos a reposar en el inmenso cementerio nuevo del Oeste, acariciaba la esperanza de convertir la vieja necrópoli en terrenos industriales.
“Pero los fabricantes no quisieron, porque eran tan supersticiosos como los habitantes de los alrededores, quienes, en cuanto cae la noche, se sientan ante la chimenea cargada de carbón de coque, escuchando al viento quejarse en los tejados del cementerio de Saint-Guitton, y se ponen a contar horribles historias de aparecidos.
“Hace ocho años, cambió la faz de las cosas.
“Poco tiempo antes de su muerte, la riquísima duquesa Opoltchenska, noble búlgara o rusa, propuso a la ciudad comprar el cementerio abandonado por una suma fantástica, con la condición de que ella pudiese tener allí su sepultura y fuese la última en ser inhumada.
“Añadió que el cementerio sería guardado, noche y día, por tres guardas, cuyos sueldos serían satisfechos gracias a un legado particular. Fueron designados para ese cargo dos de sus antiguos servidores, a los cuales se les uniría un tercero. Repito, la ciudad era pobre y aceptó la propuesta de buen grado.
“Inmediatamente una muchedumbre de obreros se dedicó a erigir en el rincón más apartado del cementerio un amplio mausoleo semejante a un palacete, cuya tapia circundante tenía una altura triple a la del mausoleo y erizada de alabardas de hierro.
“Apenas acabado, el mausoleo recibió los restos de la duquesa. La gente no había visto en esto más que un deseo de originalidad. La millonaria, enterrada con joyas de inmenso valor, quería poner su última morada al abrigo de los profanadores de tumbas.
“Y he aquí mi historia:
“Los dos guardas me hicieron una excelente acogida.
“Son dos colosos de cara de bulldog. Sin embargo, deben de ser personas excelentes porque vi su alegría y su enorme satisfacción ante mi buen apetito y solo los corazones sanos sonríen al apetito de los pobres.
“Al entrar en funciones, tuve que jurar el riguroso cumplimiento del reglamento: no abandonar el cementerio mientras durase mi contrato, un año, ni tener ninguna relación con el exterior, ni procurar tenerla. Después, no acercarme jamás al mausoleo de la duquesa.
“Velitcho, que está dedicado estrictamente a la vigilancia de este rincón del cementerio, me hizo saber que su consigna era disparar sobre quien se acercara a la tumba, fuera quien fuera.
“Al decir eso, apuntó indiferente su escopeta a una rama lejana de un álamo donde saltaba una sombra minúscula. Disparó y un montón de plumas salpicadas de azul voló por los aires.
“Velitcho era un tirador formidable.
“Lo demostraba, además, todos los días, porque el cementerio estaba poblado de conejos salvajes, de gruesas palomas torcaces de plumaje opalino, y hasta de faisanes, que huían, a veces, rápidos, en la sombra de las malezas.
“Ossip, el segundo guarda, el único que salía del cementerio para ir a comprar las provisiones, nos confeccionaba exquisitos platos de caza. ¡Oh, recuerdo una asombrosa gelatina de pollo, cuajada en un jugo dorado, que se derretía en la boca! Una untuosa crema de carnes tiernas; trufas, pistachos, pimientos y mantequilla fina.
“Mis días pasan comiendo y paseándome por el melancólico parque en que se ha convertido el cementerio.
“He pedido prestada una escopeta a Velitcho, pero como soy tan mal tirador no hago más que levantar, por aquí y por allá, un eco que pasa de largo, durante algunos segundos, por entre las olvidadas tumbas como si fuera una pobre queja.
“Por la noche, en nuestra salita de guardia, nos reunimos alrededor de una estufa cuyo ojo rojo de mica nos guiña maliciosamente.
“Afuera, nada más que el viento y las tinieblas Ossip y Velitcho hablan poco.
“Sus rostros, vueltos en sus tres cuartas partes hacia la alta ventana embadurnada de noche, parecen estar siempre a la escucha, y esas gruesas caras de perros de presa parecen reflejar la angustia.
“¿Por qué?
“Sonrío a la superstición de sus almas frustradas, y en esos momentos me considero superior a ellos. Sí, ¿por qué temer? Afuera no hay más que oscuridad, la oscuridad de las noches invernales, y la queja aguda del viento.
“A veces, alto, en el cielo, aves rapaces nocturnas gritan a la muerte, y cuando la luna se manifiesta, pequeña y brillante, en el rincón de la ventana más alta, oigo las piedras rajarse por la helada.
“Hacia medianoche, Ossip nos prepara una bebida caliente que él llama chur o skur.
“Es un brebaje casi negro, que huele bien a plantas exóticas. Lo bebo con un placer extremo; apenas sorbido el último trago, un calor exquisito me invade todo el cuerpo; experimento una sensación de bienestar inaudito, quisiera reír y hablar; pero ¿no sería para pedir una segunda taza? Mas me es imposible hacerlo, porque una rueda multicolor se pone a dar vueltas ante mis ojos y no tengo tiempo más que de meterme en la cama, un catre de campaña, y dormirme enseguida.
“No tengo miedo a la noche del cementerio. Lo que me invade es el aburrimiento, y eso me ha conducido a escribir mi diario o, mejor dicho, a anotar mis impresiones, porque no es un diario, propiamente hablando, lo que yo llevo, ya que no escribo en él ni el día ni el mes.
“De este cuaderno es de donde extraigo todos los pasajes referentes a mi extraordinaria aventura, señor juez de instrucción. No he querido obligarle a leer las poéticas descripciones de tumbas cubiertas de nieve, ni mis ideas sobre Grieg y sobre Wagner, ni mis preferencias literarias, ni mis lucubraciones filosóficas sobre el miedo y la soledad.


* * *


“¡Ossip y Velitcho me miman! ¡Qué admirables minutas!
“¡Con decir que el otro día, como no había mostrado el mismo apetito que de costumbre, observaron una preocupación casi ridícula!
“Velitcho reprochó a su compañero, en términos de exagerada violencia, el no haber cuidado la comida como todos los días.
“Después, Ossip no ha hecho más que consultarme sobre mis gustos y preferencias. ¡Ah, qué gente más atenta y simpática!
“Con este régimen debería engordar como una codorniz. Y no es así. Es curioso. Por momentos encuentro mi cara extremadamente desmejorada.


* * *


“Ayer tuve, por primera vez, sensación de miedo.
“Sin embargo, debo confesar que no había materia más que para un sobresalto desagradable.
“Cuando yo salía de una pequeña avenida, un grito espantoso desgarró el silencio. Me parece haber visto a Velitcho salir de la casa del guarda y meterse corriendo por entre la espesura.
“Cuando yo llegué al puesto, vi a Ossip vigilando atentamente las malezas en sombras. Al preguntarle qué había sido ese grito, me respondió que se trataba de un chorlito. Al día siguiente, Velitcho me enseñó uno que había matado.
“¡Extraña bestiecilla de inmenso pico, largo como una daga, y qué extraño grito para un pájaro, tan gracioso sin embargo!
“Me reí acariciando su plumaje ceniciento, pero mi risa sonó a falsa y mi sensación de angustia no se disipó completamente, como yo hubiese querido.


* * *


“Decididamente, mi salud no es tan excelente como debería ser. Sin embargo, como igual que un lobo y Ossip se excede. Pero por las mañanas una extraña torpeza me retiene en la cama, mientras el sol juega en los cristales, oigo los disparos de la escopeta de Velitcho y la barahúnda de las cacerolas de Ossip.
“Un dolor sordo me atenaza la piel detrás de la oreja izquierda. Al mirarme de cerca en el espejo, descubro una ligera rojez alrededor de un minúsculo hinchazón en carne viva. Es una llaguita de nada, pero me produce mucho daño…
“Hoy, cuando registraba las espesuras, a la busca de alguna paloma torcaz o de una chocha, algo se ha movido en las ramas próximas: he visto un espléndido faisán que empujaba con su fina cabeza por entre dos campanillas. Como la ocasión era estupenda, disparé. El animal, herido, huyó delante de mí con un ala colgando.
“Valerosamente, me lancé detrás de él y comenzó una persecución bastante larga. De pronto, me paré, abandonando mi presa. Acababa de oír una voz. Era ronca y llorosa. Palabras en un idioma desconocido sonaban casi suplicantes y lamentándose.
“Miré a mi alrededor. Tras una espesa valla de cipreses y de pinos se perfilaba una masa oscura: la tumba de la duquesa.
“Me hallaba en terreno prohibido.
“Recordando la advertencia de Velitcho, me batí en retirada, justo a tiempo de ver que este último salía del bosquecillo de coníferas con la cabeza desnuda y pálido como un muerto.
“Aquella noche, mientras le observaba, vi una larga estría lívida en la carne de su mejilla derecha. Me pareció que hacía verdaderos esfuerzos por ocultarla de mi vista.


* * *


“La medianoche no está lejos. Mis dos compañeros juegan a los dados. De pronto, mi corazón se para, helado de espanto. Cerca de la casa, muy cerca, el chorlito ha vuelto a gritar.
“¡Oh, qué espantoso chillido!
“Diríase que todo el cementerio de Saint-Guitton grita su horror.
“Velitcho se ha quedado inmóvil como una estatua, con el cubilete de cuero entre los dedos; Ossip, con un grito apagado, ha corrido hacia la hornilla donde se calentaba el chur. Me ha puesto la taza entre los dedos, y he visto que su mano temblaba…


* * *


“Ayer me estuve paseando a lo largo de la tapia que cerca el cementerio por el lado Este. Es un lugar siniestro donde jamás me había aventurado.
“Una alta valla de acebos atrajo mi atención. Iba de la tapia Este a la tapia Norte, clausurando así un trozo de terreno triangular que escapaba a mi vista.
“¿Qué extraña aprensión me hizo desear ver el espacio aislado de esta forma? Me fue muy difícil conseguirlo, porque la valla era espesa y cada hoja de acebo era una manita engarfiada que me laceraba la piel. No había nada en el cercado, aparte de ocho cruces, cuya vejez iba, por decirlo así, en graduación regular. Es decir, la primera estaba podrida y carcomida por las lluvias; la octava parecía muy reciente…
“Eran como sepulturas nuevas…
“Aquella noche tuve un sueño lleno de pesadillas. Tuve la impresión de un peso enorme aplastándome el pecho y, en mi torpeza, la llaga me hacía sufrir atrozmente.


* * *


“¡Oh, tengo miedo!
“Algo ocurre. ¿Cómo no me he dado cuenta antes?
“Ni Ossip ni Velitcho beben el chur. Esta mañana se han dejado olvidadas las tres tazas sobre la mesa y solo la mía contenía restos del brebaje. ¡Las de ellos estaban limpias!
“¡Debo dormir!


* * *


“Pero esta noche quiero permanecer despierto; quiero ver. He bebido el chur. Me he acostado en la cama de campaña. No quiero dormir, no quiero, con toda mi voluntad, con todas las fuerzas de mi cerebro. ¡Oh, qué terrible lucha contra este sueño de plomo y de hierro!
“Ossip y Velitcho me miran. Creen que duermo. Resistiré todavía un minuto, un segundo quizá…
“¡Horror! El cholito ha gritado cerca de la ventana…
“¡Oh, qué cosa tan atroz, tan espantosa, ha ocurrido!… ¡Allí…, contra el cristal, se ha pegado un rostro infernal!… Terribles ojos vidriosos, ojos de cadáver, cabellos de un blanco de nieve, erizados como lanzas, y una boca inmensa riéndose burlona y dejando al descubierto unos dientes negros, una boca roja como de fuego o como de sangre fresca que mana. Luego, la rueda de fuego ha empezado a dar vueltas en mi cabeza, el sueño se ha apoderado de mí… ¡y las pesadillas!


* * *


“Bebo el chur. Lo bebo todas las noches. Ellos me guardan como tigres y siento que todas las noches pasa algo, algo atroz.
“¿Qué? Lo ignoro. Ya no puedo pensar. No puedo más que sufrir…
“¿Qué fuerza misteriosa me ha empujado de nuevo hacia el cercado de las cruces?
“Cuando me disponía a partir, mis ojos se han fijado en un trozo de madera que sobresalía de la tierra junto a la octava cruz. Maquinalmente lo he retirado; era una tabla que llevaba escritas torpemente algunas palabras.
“La inscripción estaba muy estropeada, pero pude leer:
Amigo: si no puedes huir, este será el lugar de tu tumba. Ya han matado a siete. Yo seré el octavo, porque ya no tengo fuerzas. Yo no sé qué pasa aquí. Es un horrible misterio. ¡Huye!
PIERRE BRUNEN.
“¡Pierre Brunen! Ahora recuerdo: es el nombre de mi antecesor. Las ocho cruces indican las ocho tumbas de los guardas adjuntos que se han sucedido desde hace ocho años…


* * *


“He intentado huir. Escalé la tapia Norte por un lugar en el que había descubierto algunas irregularidades.
“Ya se acercaban a mí las alabardas de la cima cuando, de pronto, a dos centímetros de mi mano, estalló una piedra, luego otra, luego otra más. En la parte baja de la tapia, Velitcho me apuntaba fríamente con su escopeta, y sus ojos tenían el brillo helado del metal, el de las campanas que doblan a muerto.
“He vuelto al cercado de cruces. Al lado de la de Brunen han cavado una fosa recientemente. Es mi tumba.
“¡Oh, huir! ¡Sufrir hambre y frío a lo largo de las carreteras hostiles, pero no morir en este misterio, en este horror!
“Pero ellos me guardan, y sus miradas se remachan a mis pasos como cadenas.


* * *


“He hecho un descubrimiento. Quizá sea la salvación. Ossip vierte en el chur el contenido de una redoma oscura.
“¿Dónde la esconderá?


* * *


“¡He encontrado la redoma!
“He vertido su contenido, un líquido incoloro de olor dulzón, en el té de ellos.
“Actuaré esta noche.
“¿Lo beberán? ¡Mi corazón, mi pobre corazón, cómo palpita!”
“¡Beben! ¡Beben! Y yo tengo el sol dentro de mi alma.
“Ossip ha sido el primero en dormirse. Velitcho me ha mirado con inmenso asombro; luego, un feroz fulgor ha pasado por sus ojos y su mano ha buscado el revólver, pero no ha podido terminar el ademán. Cayó dormido sobre la mesa.
“Cogí las llaves de Ossip; pero cuando abría la pesada puerta del cementerio, me vino la idea de que mi tarea no estaba concluida, que había a mi espalda un enigma que resolver y ocho muertos que vengar, y que si quedaban vivos los dos guardas, me vería sujeto, tal vez, a infernales persecuciones.
“Volví sobre mis pasos, cogí el revólver de Velitcho, apliqué el cañón detrás de la oreja de los guardas y allí, en el mismo sitio donde tanto me hacía sufrir mi llaga, disparé.
“Ni se movieron.
“Solo Ossip tuvo un gran estremecimiento.
“Y solo, sentado junto a los cadáveres, espero el misterio de la noche.
“Sobre la mesa dispuse las tres tazas, como todas las noches.
“Les puse a los guardas las gorras en sus cabezas para que taparan la mancha roja. Vistos desde la ventana diríase que duermen.
“Empieza la espera. ¡Oh, qué lentamente se deslizan las manecillas del reloj hacia la medianoche, la antigua hora terrible del chur!
“La sangre de los muertos cae, gota a gota, sobre las baldosas con suave ruidito, como el de las hojas escurriéndose tras un chaparrón primaveral.
“Y el chorlito ha chillado…
“Me he acostado en mi cama de campaña y he fingido dormir.
“Y el chorlito ha chillado más cerca.
“Algo ha rozado los cristales.
“Silencio…
“La puerta se ha abierto muy suavemente.
“Alguien, o algo, ha entrado en la habitación.
“¡Qué atroz olor cadavérico!
“Se deslizan pasos hacia mi camastro…
“Y, de pronto, un peso formidable me aplasta.
“Dientes afilados muerden mi dolorosa llaga y espantosos labios helados succionan golosamente mi sangre.
“Me incorporo, aullando.
“Y un aullido más espantoso que el mío me responde.
“¡Ah, la espantosa visión! ¡Y cómo me han sido precisas todas mis fuerzas para no desfallecer!
“A dos pasos de mi cara, el rostro de pesadilla, aparecido otras veces en la ventana, me mira con ojos de llama, y de su boca, terriblemente roja, se escapa un hilillo de sangre. ¡Mi sangre!
“He comprendido. La duquesa Opolchenka, procedente de un país misterioso donde no se ha podido negar la existencia de los vampiros y los llamures, ha prolongado su perra vida bebiendo la sangre joven de ocho desgraciados guardas.
“Su estupor no duró más de un segundo. De un salto cayó sobre mí. Sus manos se engarfiaron en mi cuello.
“Rápidamente, el revólver escupió sus últimas balas, y con un gran hipo, que salpicó las paredes de sangre negra, la vampiro se derrumbó sobre el suelo.


* * *


“Esta es la razón, señor juez de instrucción, de por qué, junto a los cadáveres de Velitcho y Ossip, encontrará usted el de la duquesa Opoltchenka, muerta hace ocho años y enterrada en el cementerio de Saint Guitton.

 


sábado, 3 de septiembre de 2016

Libros. Alberto Sánchez Argüello.

Los libros malditos de la humanidad descansan en la biblioteca de la casa embrujada. Termitas valientes nos salvan un poco de ellos cada día.