lunes, 15 de abril de 2024

Oigan. Vladimir Maiakovski.

Oigan:
si encienden las estrellas
es porque alguien las necesita, ¿verdad?,
es que alguien desea que estén,
es que alguien llama perlas a esas escupitinas.
Resollando
entre tormentas de polvo del mediodía
penetra hasta Dios,
teme haber llegado tarde,
llora,
le besa la mano carniseca,
implora
que pongan sin falta una estrella,
jura
que no soportará ese tormento inestelar.
Y luego
anda preocupado,
aunque aparenta calma.
Dice a alguien:
Ahora no estás mal, ¿eh?
¿A que ya no tienes miedo?
Oigan, si encienden
las estrellas es porque alguien las necesita, ¿verdad?
Es indispensable
que todas las noches
sobre los tejados
arda aunque sea una sola estrella.

domingo, 14 de abril de 2024

Hondonada. Donald Ray Pollock.

Me desperté creyendo que había vuelto a mearme en la cama, pero no era más que una mancha pegajosa de cuando Sandy y yo habíamos follado la noche antes. Son las típicas cosas que te pasan cuando bebes como yo: que te cagas en los pantalones en el Wal-Mart y terminas viviendo a expensas de una adicta al crack y de sus padres hundidos en la miseria. Levanté un poco la manta y reseguí con el dedo el tatuaje de KNOCKEMSTIFF, OHIO que Sandy se había hecho en el culo flaco como si fuera un letrero de carretera. Jamás llegaré a entender por qué hay gente a quien le hace falta tinta para acordarse de dónde es.
Rodeándola con los brazos, la apreté contra mí y le solté el mal aliento en la nuca. Ya me estaba preparando para volver a tirármela cuando su padre empezó otra vez desde su habitación al final del pasillo, llorando con esa voz baja y triste con que lloraba siempre desde su derrame cerebral. Aquello me cortó el rollo de golpe. Sandy gimió, se dio la vuelta hacia el otro lado de la cama y se cubrió la cabeza rubia con una almohada llena de bultos y embadurnada de fluidos secos y babas.
Me quedé mirando al cielo y oí cómo Mary, la madre de Sandy, pasaba cansinamente por delante de la puerta de camino a ver cómo estaba Albert. Los tablones fríos del suelo crujían y crujían como témpanos de hielo bajo sus piernas gordas. En la casa todo estaba viejo y gastado, incluida Sandy. De ella podía decirse lo mismo que mi viejo decía siempre de mi madre después de que ésta se marchara: «Si todo lo que le han metido le saliera ahora parecería un puto puercoespín». Aquello podía aplicarse también a Sandy: prácticamente no había chaval del municipio de Twin que no se la hubiera hincado alguna vez.
A través de las finas paredes, oí que Mary le decía a su marido inválido:
No, todavía no se ha levantado.
Desde que Sandy me había llevado a su casa una noche del otoño anterior, yo había estado ayudando a cuidar de Albert. Todas las mañanas, antes de que Mary abriera su primera botella de vino, yo iba al cuarto del viejo y lo afeitaba, lo lavaba y le cambiaba el pañal. Era una mera cuestión de horarios. Si a Albert no le dabas el desayuno a las diez en punto, empezaba a ver soldados muertos colgados de sus paracaídas en el manzano que había al otro lado de la ventana. Aquello implicaba levantarse temprano, pero yo no paraba de pensar que si trataba bien al viejo tal vez algún día alguien me devolvería el favor.
Me levanté y miré el reloj de la cajonera. Me puse los vaqueros y eché un vistazo a algunos de los dibujos a lápiz de Sandy que había tirados por el suelo. Siempre estaba trabajando en retratar a su Novio Ideal. A veces se fumaba una pipa de crack, se encerraba en la habitación y se pasaba dos o tres noches como una moto y practicando distintas partes del cuerpo. Debajo de la cama guardaba páginas y más páginas de sus fantasías. Ni uno solo de aquellos malditos dibujos se parecía a mí en nada, y supongo que debería haber dado las gracias. Todos tenían la misma cabeza diminuta y los mismos hombros como balas de cañón. Al final salía dando tumbos de la habitación con ampollas en los dedos de tanto estrujar el lápiz y con costras alrededor de la boca de tanto fumar aquella porquería.
Albert empezó a chasquear los labios blancos y despellejados en cuanto entré en la habitación. Salvo por un temblor constante en la mano izquierda, de pecho para abajo estaba más muerto que mi abuela. Mary ya se había retirado a la sala de estar, pero había dejado una palangana de agua tibia y una toalla gastada en la mesilla de al lado de la cama de hospital. Encima de la cajonera había un paquete de Gillettes y una navaja. Le apliqué la espuma y encendí un cigarrillo para calmarme. Examiné el mapa de venas de su nariz morada mientras me sonreía a través de la espuma.
Cuando me disponía a rasurarle el cuello, Mary entró a toda prisa con una botella de Wild Irish Rose. A Albert le empezó a temblar la cabeza en cuanto sus ojos amarillos enfocaron el vino.
Son casi las diez, Tom —dijo Mary con voz jadeante—. ¿Has terminado?
Casi —contesté, echando la ceniza al suelo—. Tal vez tendrías que darle un poco ya. Si se pone a dar botes puedo cortarle.
Mary negó con la cabeza.
Hasta las diez nada —dijo en tono inflexible—. Si empezamos así, la cosa se irá adelantando más y más. Y ya me tiene hecha polvo tal como está ahora.
Pero todavía tengo que cambiarlo —señalé, apretando la palma de la mano contra la frente sudorosa del viejo para mantenerlo quieto—. ¿Qué pasa con su medicación? Quizá deberías probar a dársela alguna vez.
Su medicación es ésta —dijo Mary, agitando la botella—. Joder, sin ella no duraría ni un día.
En la mesilla de noche había un cajón lleno de pastillas, pero en todos los meses que llevaba viviendo allí, el único que se había tomado algo recetado por el médico era yo.
Terminé de afeitar a Albert y luego le limpié la cara con un paño húmedo y le pasé un peine por el pelo gris y quebradizo. Bajando las ásperas mantas, le dije:
¿Estás listo, socio?
Retorció la cara mientras intentaba farfullar unas palabras, pero finalmente desistió y asintió con la cabeza. El viejo odiaba que lo cambiara, pero eso era mejor que pasarse el día tirado encima de su porquería. Le desabroché el pañal de papel y respiré hondo; a continuación le levanté las piernas huesudas con una mano y se lo saqué de debajo. Estaba empapado de pringue marrón. Lo tiré a la papelera y le limpié el culo con un paño. Luego le puse un pañal nuevo de la caja de Adult Pampers que había tirada en el suelo. Para cuando lo tuve listo ya estaba berreando otra vez.
En cuanto lo envolví con las mantas de nuevo, Mary abrió el precinto de la botella y me la dio. Metí un extremo de una pajita en el cuello de la botella y el otro en la boca de Albert. El reloj de la pared marcaba las 9:56. Cuatro minutos más y se nos habría vuelto a Corea. Sostuve la botella y me fumé otro cigarrillo mientras el viejo sorbía su desayuno. La voz aguda y lastimera de Sandy cruzó el pasillo y se metió en la habitación del enfermo. Estaba cantando aquella canción suya sobre un pájaro que era azul pero quería ser rojo.
¿Adónde fuisteis vosotros dos anoche? —me preguntó Mary.
Al bar de Hap —respondí, limpiando un hilo de vino de la barbilla de Albert.
Me lo tendría que haber imaginado —dijo ella, y salió de la habitación.
Aparte del bar de Hap, el único otro negocio que sobrevivía en Knockemstiff era la tienda de Maude Speakman. Hasta la iglesia había caído en desgracia. Ya nadie tenía lealtad. Todo el mundo quería irse al pueblo a trabajar y forrarse en la planta papelera o en la fábrica de plástico. Preferían hacer la compra y rezar en Meade porque allí los precios eran más bajos y las iglesias más grandes. Me imaginaba que Hap Collins no tardaría mucho en vender su licencia de licores al mejor postor y cerrar lo único que valía la pena en la hondonada.
Después de que Albert se quedara dormido, me acabé los dos dedos de posos que había dejado en la botella, fui a la cocina y me serví un café. Desde la ventana de atrás pude ver todo Knockemstiff. Había nevado un poco por la noche y ahora salía humo de las chimeneas de las angostas casas de una planta y de las caravanas herrumbrosas que había en el camino de grava de más abajo. En algún lugar de Slate Hill arrancó una motosierra. Me comí una tostada fría mientras miraba cómo Porter Watson llenaba el depósito del camión en la tienda de Maude, cruzaba el aparcamiento dando tumbos, ataviado con todo su acolchamiento de camuflaje, y entraba en el local.
Contemplando la otra punta de la hondonada, pude distinguir el morro helado del coche del Búho sobresaliendo de la ladera de la colina enfrente del bar de Hap. Era un Chrysler Newport de 1966 abandonado, pero la gente del lugar lo llamaba «el buga del Búho», «el castillo del Búho» y yo qué sé qué más del Búho. Nadie tenía ni idea de quién había sido el primer propietario del vehículo, pero Porter Watson se encargaba de que nadie en el puto condado se olvidara de la lechuza que había anidado en el asiento delantero el verano después de que el coche apareciera misteriosamente, sin tapacubos y con el motor roto, aparcado en mitad de la colina. Parecía que fueran primos, de tanto que hablaba Porter de aquel bicharraco estúpido.
Lavé la taza, entré en la sala de estar y me dejé caer en el sofá hundido. Pegados con chinchetas a las paredes, había un montón de bonitos paisajes arrancados de calendarios viejos; parecían ventanas a otros mundos. También había guías de la Triple A desparramadas por todas partes. Aunque Mary nunca había tenido coche, sí tenía una guía para cada estado. Siempre estaba fingiendo que iba a hacer algún viaje.
Está chiflada —me había dicho Sandy la primera noche que fui a su casa. Acabábamos de echar uno y estábamos tumbados en la cama, bebiéndonos la última cerveza—. La otra mañana me puso una puta piedra en la cama y me dijo que la había encontrado en el Gran Cañón. No paraba de meterme el rollo de que había querido traerme algo especial.
¿Y qué?
¿Y qué? Que yo acababa de ver cómo la recogía en la entrada de coches. Joder, esa vieja guarra no ha salido en su vida del estado de Ohio, Tom.
No dije ni pío y me tragué los posos del fondo de la botella. Mi mujer me había echado y necesitaba desesperadamente un sitio donde quedarme.
Y además —había dicho Sandy, levantándose y poniendo rumbo al cuarto de baño—, ¿a quién se le ocurre regalar una piedra vieja y sucia?
Nos pasamos todo aquel día de invierno viendo la tele, fumando cigarrillos y comiendo galletas saladas de queso directamente de la caja. Como la casa estaba encima de una loma, la tele podía pillar cuatro canales, o sea que siempre había algo que ver. Pese a todo, había veces en que me habría gustado tener cable. Durante los anuncios, Sandy seguía trabajando en otro dibujo del Novio Ideal y Mary hojeaba un libro sobre Florida. De vez en cuando me levantaba para echar un vistazo a Albert y le daba más vino con pajita para mantener la guerra a raya.
Luego, justo después de que se hiciera oscuro, a Mary se le acabaron los cigarrillos. Miré con el rabillo del ojo cómo revolvía los cajones y buscaba debajo de los cojines. Por fin se irguió y se alejó por el pasillo hablando sola. Cuando regresó, llevaba en la mano un billete arrugado de veinte dólares y nos pidió que fuéramos a comprarle un cartón. Sandy agarró el dinero, se levantó de un salto y volvió corriendo a su dormitorio.
La tienda está a punto de cerrar —le gritó Mary—. No hace falta que te arregles para ir a donde Maude.
Me di cuenta de la que se avecinaba en cuanto Sandy regresó pavoneándose a la sala de estar. Se había pintado los labios, se había puesto sus vaqueros más prietos y se había peinado las greñas. El olor amargo de la colonia que le había regalado por Navidad cortaba el aire rancio. A Mary se le nublaron los ojos de preocupación, pero no podía hacer nada. Hacía una eternidad que no bajaba la colina y no podía pasar sin sus cigarrillos. Me puse el abrigo y seguí a su hija a la oscuridad invernal. Era la primera vez que salíamos en todo el día.
Así deben de sentirse los vampiros —comenté, levantando la vista para mirar las estrellas a través de las ramas desnudas de los árboles.
¿Eh? —dijo Sandy mientras echaba a trotar colina abajo por delante de mí.
No corras tanto. —La grava estaba helada allí donde los coches habían aplastado la nieve—. ¿Qué prisa tienes?
Tengo sed.
Chica, yo no tengo dinero.
Se dio la vuelta, se sacó el billete de veinte del bolsillo y lo agitó delante de mis narices.
Yo sí —dijo, riendo.
¿No crees que tendríamos que llevarle los cigarrillos a tu madre?
Tú no te preocupes por eso. Además, fuma demasiado.
Siempre supe que lo nuestro no duraría demasiado, pero cuando salí del lavabo del bar de Hap y me encontré con que Sandy había desaparecido se me hizo un nudo en el estómago. Llevábamos un par de horas bebiendo la cerveza de barril más barata y escuchando sus temas favoritos de Phil Collins cuando me dejó. Salí y me puse a buscarla por el aparcamiento; luego volví y me senté en la barra al lado de Porter Watson.
¿Sabes adónde ha ido Sandy? —le pregunté a Wanda, la camarera, con la voz quebrada. Me encendí el último cigarrillo con manos temblorosas.
Wanda me puso otra jarra de cerveza delante.
En cuanto te has ido al meadero, ha salido por la puerta con el leñador que estaba allí. Joder, llevaban mirándose desde que habéis entrado.
El Novio Ideal.
¿El novio qué? —preguntó Porter, volviéndose hacia mí. La barba poblada le olía a ácido estomacal.
Nada —respondí, contemplando la jarra de cerveza. Hice el amago de cogerla pero luego la empujé hacia Wanda—. No tengo dinero.
Ya la he servido.
Yo le invito —le dijo Porter, tirando un billete de cinco sobre la barra.
Y me quedé allí sentado hasta la hora de cerrar, bebiendo a cuenta de Porter y oyéndolo hablar sin parar del coche del Búho. La primera vez que lo oías hablar de aquello te daba la impresión de que estaba como una puta cabra, pero la verdad era que sólo intentaba aferrarse a algo que llenara sus días para no tener que pensar en el puto desastre en que había convertido su vida. A la mayoría nos pasa lo mismo; puede que olvidar nuestras vidas sea lo mejor que hagamos nunca.
Aun así me gustaría saber la historia de ese coche —le dije, solamente para demostrarle que todavía lo estaba escuchando.
¿La historia? —dijo Porter con un soplido de burla—. Caray, ese coche es como parte del paisaje. Es como la puta naturaleza.
No. O sea, ¿cómo crees que llegó hasta ahí?
Aterrizó ahí.
¿Aterrizó? —Me lo quedé mirando. Sus ojos inyectados en sangre miraban fijamente el espejo ondulante que había detrás de la barra—. ¿Quieres decir que…?
Joder, sí. Y tenemos la puta suerte de que así fuera —añadió, mientras empezaba a emerger un sollozo de las profundidades de su garganta.
Unos minutos más tarde, Wanda gritó:
¡Ultima ronda!
Eché un vistazo al reloj-anuncio de cerveza Miller que había encima de la puerta. Y entonces me acordé de los cigarrillos de la vieja. No podía volver a casa sin unos cuantos Marlboro. Joder, lo más seguro era que no me dejara entrar. Esperé a que Wanda se pusiera a apagar las luces y le gorreé dinero a Porter para comprar un paquete, confiando en que aquello apaciguara a Mary hasta la mañana.
¡Ultima ronda! —volvió a gritar Wanda, y metí ocho monedas de veinticinco centavos en la máquina de cigarrillos.
Cuando por fin volví a casa de Sandy, la luz gris de la tele seguía brillando a través de las láminas de plástico grapadas a las ventanas. Llamé a la puerta y miré por el cristal cómo Mary se levantaba con esfuerzo del sillón abatible y cruzaba lentamente la sala. La bata de estar por casa de peluche azul envolvía su cuerpo redondo como si fuera un capullo. En los bolsillos le abultaban los montones de kleenex usados. Cuando abrió la puerta, se puso a buscar con la mirada en la oscuridad detrás de mí.
¿Dónde está Sandy?
No estoy seguro —dije. Me castañeaban los dientes de frío—. Se ha ido.
¿Y mis cigarrillos?
Te he traído un paquete —respondí, acercándolos a la luz del porche—. Sandy tiene el resto.
Ay, esa chica… —dijo, abriendo la puerta mosquitera—. No tiene seso ni para echar arena por una ratonera.
Entré en la minúscula sala de estar y me quité el abrigo con un movimiento de los hombros. En la tele estaban dando Vacaciones en el mar.
Joder. La de tiempo que hace que no veo esa serie.
Era una de las favoritas de mi madre, aunque a mí aquello de que todo el mundo se enamorara y consiguiera lo que quería en el final feliz siempre me había parecido una chorrada.
Nos quedamos de pie en medio de la sala de estar, viendo la tele.
Daría lo que fuera por hacer un crucero de ésos —comentó Mary, mientras abría el paquete de cigarrillos.
¿Dónde es eso?
En la pantalla todo se veía hermoso: los sensuales biquinis, el color azul resplandeciente del agua y hasta el capitán calvo con su esmoquin.
Hawái. Este lo he visto docenas de veces. ¿Ves a esa mujer que está plantada delante de la barandilla? La pobre no sabe que su marido está en el barco con su nueva novia.
Mary se dejó caer en el sillón abatible y encendió un cigarrillo. La punta del Marlboro empezó a brillar como una luz de freno en medio de su cara arrugada.
¿Son esos dos? —le pregunté.
Había un par de estrellas de cine en decadencia paseando por la cubierta, cogiéndose por la cintura, con las caras sonrientes levantadas hacia el sol.
Sí. Está a punto de armarse la de Dios es Cristo.
Al cabo de unos minutos, Mary se quedó dormida en el sillón. Le cogí uno de los cigarrillos del paquete que le había traído y entré en la cocina. Me quedé junto a la ventana, fumando y preguntándome si Sandy y su leñador estarían follando en alguna parte en aquel mismo momento, con sus corazones batiendo el uno contra el otro como mazos mientras que el mío apenas si registraba latidos. De pronto me acordé de Albert. Saqué un litro de Rose de la nevera y cogí el pasillo para ir a echarle un vistazo. Aunque iba en contra de las reglas de Mary, supuse que no le vendría mal echar un trago. Una lamparilla de noche enchufada en una toma de corriente por encima de él brillaba sobre su cara como una estrella pálida. Sentado a su lado, destapé la botella.
Eh, viejo —le dije en voz baja—. Tomémonos una copa.
Llegué a meter la pajita dentro de la botella antes de darme cuenta de que estaba muerto. Debía de ser la primera vez en su vida que rechazaba un trago. Me quedé sentado a su lado un rato, dando sorbos de la botella y pensando en Sandy. En algún momento del día siguiente volvería a casa y yo ya había tomado la decisión de que no quería estar presente. A fin de cuentas, mi trabajo allí ya había terminado. Encendí la lámpara y rebusqué en el cajón de las pastillas hasta encontrar el frasco de Demerol. Luego me incliné sobre Albert y, tan suavemente como pude, le cerré los párpados secos y rosados con los pulgares.
Regresé a la sala de estar, me puse el abrigo y me metí la botella de vino en el bolsillo. Mientras me dirigía a la puerta principal, bajé la vista y vi uno de los dibujos de Sandy tirado en la mesilla de café. Había escrito se busca en mayúsculas encima de la cabeza diminuta del tipo. Me lo guardé en el otro bolsillo y a continuación fui de puntillas hasta el sillón de Mary y, con cuidado, le quité el paquete de cigarrillos de la mano, dejándole tres en el cenicero.
Me quedé un momento delante de la vieja casa y por fin eché a andar. Mientras el aire frío se me filtraba rápidamente debajo del abrigo, me di cuenta de que aquella noche ya no iba a salir de la hondonada. Todo Knockemstiff estaba dormido, hasta los perros, y yo no tenía adonde ir. Para cuando llegué al edificio de hormigón del bar de Hap, ya casi me había congelado. Me quedé temblando en medio del camino, intentando decidir qué hacer, y por fin salté por encima de la zanja de desagüe y trepé por la ladera. Los brezos y los matorrales me rasgaron la piel y me hicieron jirones la ropa, pero al final llegué al coche del Búho.
Abrí la puerta oxidada y me metí en el Newport. Encendí el mechero y miré a mi alrededor. Había plumas grises y sucias por todas partes; el suelo de tela descolorido estaba cubierto de cagadas blancas y secas. Por debajo de mis botas oí un crujido como de ramas secas. Sosteniendo el Zippo cerca de mis pies, vi que el suelo estaba lleno de huesecillos finos y blancos de animales. Se me ocurrió que tal vez pertenecieran a las víctimas del Búho. Cerré tanto como pude las ventanillas rebeldes y me acurruqué en el asiento, dejando solamente los ojos por encima del salpicadero roto.
Después de terminarme la botella de Albert y tragarme dos de sus pastillas de Demerol, me tumbé como pude en el asiento delantero. Cerré los ojos y me hundí más y más en ese mundo solitario que sólo conoce la gente que duerme en vehículos abandonados. Mientras pasaba un coche traqueteando por el camino de más abajo, me acordé de la historia de cómo el tío de Sandy, Wimpy Miller, se había muerto de congelación dentro de un contenedor detrás del Sack N’ Save, con el cuerpo sepultado bajo lechugas caducadas. Luego pensé en Hawái y traté de invocar la arena caliente de una playa tropical y las cálidas noches de seda del paraíso.
El viento volvió a levantarse, meciendo el viejo coche de un lado para otro. Los copos de nieve entraban por las ventanillas mal cerradas y se arremolinaban encima de mí. Estiré el brazo y cogí del suelo el minúsculo cráneo de un pobre pajarillo. Lo sostuve un buen rato en la mano. Daba la impresión de que todo lo que había hecho en mi vida, lo bueno y lo malo, estaba allí. A continuación me lo metí, fino y frágil como un huevo, en la boca.

Knockemstiff, 2008.

sábado, 13 de abril de 2024

Fragmento 140. [Libro del desasosiego]. Fernando Pessoa.

Me sucede a veces, y siempre que me sucede es casi de repente, que me aparece en medio de las sensaciones un cansancio tan terrible de la vida que es imposible imaginar un acto con el que dominarlo. Para remediarlo, el suicidio parece poco seguro, la muerte, incluso presupuesta la inconsciencia, todavía poco. Es un cansancio que ambiciona no el dejar de existir —cosa que puede ser posible o puede no serlo— sino una cosa mucho más horrorosa y profunda, el dejar de ni siquiera haber existido, lo que no hay modo de que pueda acontecer.
Creo entrever a veces, en las especulaciones, en general confusas, de los indios, algo de esta ambición más negativa que la nada. Pero o les falta agudeza de sensación para relatar así lo que piensan, o les falta agudeza de pensamiento para sentir así lo que sienten. El hecho es que lo que en ellos entreveo no lo veo. El hecho es que creo ser el primero en dar en palabras el absurdo siniestro de esta sensación sin remedio.
Y la curo escribiéndola. Sí, no hay desolación, si es de veras profunda, mientras que no
sea puro sentimiento, pero en ella participe la inteligencia, para que no exista el remedio irónico de decirla. Aun cuando la literatura no tuviera otra utilidad, tendría esta, aunque para unos pocos.
Los males de la inteligencia, infelizmente, duelen menos que los del sentimiento, y los
del sentimiento, infelizmente, menos que los del cuerpo. Digo «infelizmente» porque la dignidad humana exigiría lo contrario. No hay sensación angustiosa del misterio que pueda doler como el amor, los celos o la saudade, que pueda ahogar como el miedo físico intenso, que pueda transformar como la cólera o la ambición. Pero también ningún dolor de los que despedazan el alma consigue ser tan realmente dolor como el dolor de muelas, o el de los cólicos, o (supongo) el dolor del parto.
Estamos de tal modo constituidos que la inteligencia que ennoblece ciertas emociones o sensaciones, y las eleva por encima de las otras, las deprime también si extiende su análisis a la comparación entre todas ellas.
Escribo como quien duerme, y toda mi vida es un recibo por firmar.
Dentro del gallinero de donde saldrá para matar, el gallo canta himnos a la libertad porque le dieron dos palos de gallinero.

Libro del desasosiego, 1982.

jueves, 11 de abril de 2024

Destino. Luis Cernuda.

Había en el viejo edificio de la universidad, pasado el patio grande, otro más pequeño, tras de cuyos arcos, entre las adelfas y limoneros, sussurraba una fuente. El loco bullicio del patio principal, sólo con subir unos escalones y atravesar una galería, se trocaba allá silencio y quietud.
Un atardecer de mayo, tranquilo el edificio todo, porque era ya pasada la hora de las clases y los exámenes estaban cerca, te paseabas por las galerías de aquel patio escondido. No había otro rumor sino el del agua en la fuente, leve y sostenido, al que se sobreponía a veces el trino fugitivo de un bando de golondrinas cruzando el cielo que encuadraban los aleros.
Cuántas cosas no te ha dicho a lo largo de la vida el rumor del agua. Podrías pasarte las horas escuchándola, lo mismo que podrías pasarlas contemplando el fuego. ¡Hermosa hermandad la del agua y la llama! Aquella tarde, el surtidor que se alzaba como una gargola blanca para caer luego deshecho en lágrimas sobre la taza de la fuente, su brotar y anegarse sempiterno, trajo a tu memoria, por una vaga asociación de ideas, el fin de tu estancia en la universidad.
Nunca el pasar de las generaciones parece tan melancólico como al representárselo en algo materialmente, tal en esos viejos edificios de universidades o cuarteles, por los que discurre cada año la juventud nueva, dejando en ellos sus voces, los locos impulsos de la sangre. Recuerdos de juventudes idas llenan su ámbito, y resuenan sus muros en el silencio como la espiral vacía de un caracol marino.
Apoyado en una columna del patio, pensaste en tus días futuros, en la necesidad de escoger una profesión, tú, a quien todas repugnaban igualmente, y sólo deseabas escapar de aquella ciudad y de aquel ambiente letal. Cosas contradictorias eran tu necesiad y tu deseo, atándote a ambos sin solución la pobreza. Mas aquel problema mezquino, ¿qué valor tenía cuando te veías arrastrado en el avanzar incesante del tiempo, ascendiendo con una generación de hombres para caer luego, peridiéndote con ellos en la sombra? Privado de gozo, de placer y de libertad, como tantos otros, comprendiste entonces que acaso la sociedad ha cubierto con falsos problemas materiales los verdaderos problemas del hombre, para evitarle que reconozca la melancolía de su destino o la desesperación de su impotencia.

Ocnos, 1942.

miércoles, 10 de abril de 2024

Los vecinos. Mario Benedetti.

Cuando mi padre se arruinó con la farmacia de Tacuarembó, la familia pasó, casi sin transición, de la vida confortable a la casi miseria. Fuimos a dar a una casucha con techo de zinc en los alrededores de Colón. Si malamente nos manteníamos era gracias a que mi madre iba pignorando, uno tras otro, los regalos de su boda: un juego de té de porcelana Meissen, una jarra de plata y cristal, una lámpara de Gallé (sólo con esta venta sobrevivimos un semestre), etcétera. Mi padre no podía trabajar en ninguna parte, al menos legalmente, porque la implacable Liga Comercial había embargado de antemano todos sus posibles haberes en nombre de una retahíla de acreedores. Lo más que conseguía, gracias a la buena voluntad de algún viejo amigo o camarada de estudios, eran changas clandestinas. Me consta que trabajó, en distintas épocas, como boletero eventual de un cine de barrio, y también que gastó zapatos haciendo una suplencia de visitador médico. Varios años después consiguió un puesto como químico en el laboratorio de una repartición pública (allí el sueldo era por fin inembargable), pero en aquel entonces ese logro estaba todavía muy lejos y en el ambiente familiar había siempre tensiones y rabias contenidas y cuando a la noche sacaba las cuentas mi padre daba de pronto un puñetazo de impotencia sobre la mesa y el hule a cuadros verdes y blancos quedaba durante unos minutos marcado por el castigo. Mientras tuvimos radio, mi madre se quedaba en un rincón escuchando el episodio del día, pero cuando también hubo que vender la antigua Philips de dos piezas, simplemente callaba y se ponía a hojear revistas viejas, deteniéndose sólo en los avisos.
Recuerdo esta escena porque así estábamos distribuidos, casi como en el cierre de un capítulo de D'Amicis, cuando en la puerta de la cocina sonaron golpes de miedo. Mi padre, más pálido que de costumbre, se levantó y fue a abrir. Nunca olvidaré el aspecto del vecino, Saverio Tarchetti, que apareció en el marco de la puerta con una impresionante herida en el hombro y otra más leve en una mano. Un hermano mayor, Dino, lo sujetaba de un brazo y le pidió a mi padre que los acompañara hasta el médico más cercano, cuya casa quedaba a unas cinco cuadras, en el Camino Garzón. Antes hubo que hacerle al herido una cura elemental, sumarísima, y mi madre no vaciló en rasgar una de nuestras únicas tres sábanas a fin de que mi padre pudiera hacer un precario vendaje. Por allí no había teléfono público ni privado para llamar a la Asistencia. El teléfono más próximo, dijo Dino, quedaba más lejos aún que la casa del médico.
Era medianoche. Días después supimos con detalles qué había pasado. Los Tarchetti eran una laboriosa familia italiana, magnífica gente, generosa y alegre durante casi todo el año, pero inusualmente agresiva en Navidad, Año Nuevo y en los cumpleaños familiares. Sólo en tales celebraciones tomaban vino en abundancia y el resultado era siempre lamentable. En un cumpleaños anterior, el ahora herido había rociado el exterior de la vivienda con abundante nafta y seguramente la habría incendiado, pero en el instante en que iba a arrojar un fósforo encendido, unos vecinos a quienes la tradición familiar había vuelto vigilantes se le echaron encima hasta reducirlo. En la pasada Navidad, Ruggero, otro de los cinco hermanos, había saltado, con las botas puestas, sobre el vientre de un fratello, Paolo, que estuvo varias semanas orinando sangre. Un quinto hermano, Giorgio, el menor, que en la ocasión era el dueño del cumpleaños, le había asestado esta vez dos puñaladas a nuestro huésped de medianoche.
Cuando al fin mi padre se dispuso a salir con Dino y Saverio, mi madre dijo que ella por nada del mundo se iba a quedar sola, de modo que me tomó de la mano y así emprendimos la marcha. Mis siete años, recién cumplidos, iban temblando, pero no de frío. La noche era cálida y serena, y la luna hacía más blancos los trozos de sábana que iban poco a poco tiñéndose de sangre a la altura del hombro y la mano del herido. Éste no decía palabra, ni siquiera se quejaba, como si concentrara todas las energías que le quedaban en dar un paso tras otro, flanqueado y ayudado por Dino y por mi padre. Mi madre y yo éramos la retaguardia, formando una comitiva casi fantasmal. Yo me aferraba a la mano materna, con la vista fija en aquellas manchas de sangre que crecían, oscureciendo la pálida contribución de la luna.
Después de una eternidad (el paso del herido era cada vez más lento y vacilante) llegamos a casa del médico, pero ahí todo estaba cerrado y oscuro. Dino empezó entonces a aporrear la puerta y a gritar una y otra vez: «¡Dottore Acosta! ¡Dottore Acosta!». Pasó una segunda eternidad antes de que il dottore Acosta abriera cautelosamente un postigo y asomara su personal modorra. Rápidamente se despejó, sin embargo, no bien le echó un vistazo a nuestro miserable quinteto. Nos abrió la puerta y entramos todos. Afortunadamente hacía diez días que el doctor tenía teléfono, así que, en una breve secuencia tartamuda, le indicó a mi padre que pidiera una ambulancia, mientras él atendía al derrengado Saverio, que a esta altura había optado por desmayarse. Estuvimos allí una tercera eternidad hasta que por fin se hizo presente la ambulancia y se llevó a Saverio, a Dino y al médico.
Mis padres y yo emprendimos el regreso, más bien cabizbajos, y recuerdo que el viejo respiró profundamente y dijo: «Siempre hay alguien que está peor que uno», y enseguida agregó: «Pero eso tampoco arregla las cosas». Luego me tomó de la mano y pasó el otro brazo sobre el hombro de mamá y no sé si a ella se le aguaron los ojos o es que así me parecía a través de mis lágrimas. Y bien, esta imagen última, con los tres caminando, enlazados y tristes, bajo la luna solidaria, es en verdad el recuerdo más entrañable que conservo de mi infancia, que no fue lo que se dice un paraíso.
Ah, me olvidaba. Saverio se salvó. En el siguiente Año Nuevo, el segundo de los hermanos empujó al cuarto desde la azotea y el salto terminó en doble fractura de la pierna derecha. Pero nosotros ya no estábamos allí y quizá para esa época ya había teléfono.

Despistes y franquezas, 1989.

martes, 9 de abril de 2024

Nuestras cosas. Sergi Puertas.

El día que cumplí ocho años
me acerqué a mi hermana mayor
que lloraba.
¿Por qué lloras?, pregunté.


Porque los abuelos se van a morir pronto
y después los papás
y después nosotros
también nosotros nos moriremos un día.


Estremecido como una pobre bestia por la revelación
también yo me eché a llorar
allí mismo
junto a mi hermana.


¿Qué les has hecho a los niños que lloran tanto?,
preguntó mi padre al llegar del trabajo.


Nada, déjalos estar
respondió mamá:
cosas de críos, qué sé yo.


Lloran por
sus cosas.

lunes, 8 de abril de 2024

Al abrigo. Juan José Saer.

Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón -muerte, olvido, fuga precipitada, embargo- el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, él la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario. El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido -un diario, o lo que fuese-, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata desimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido. Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que él tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones más elementales que constituían su vida. O lo que él había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más inalcanzable que el arrabal del universo.